Acentos | Epigmenio Ibarra
Le permitieron primero los altos mandos de las fuerzas armadas, a Felipe Calderón Hinojosa, disfrazarse de general y luego consintieron que actuara como tal.
Dejaron que, con ligereza y fines propagandísticos, “declarara la guerra al narco” y luego, siguiendo sus órdenes, desplegaron a decenas de miles de efectivos en todo el territorio nacional.
De materia para encendidas arengas patrióticas, de instrumento de legitimación política de un gobierno que de origen no la tiene, la guerra, cruzada personal de Calderón, pasó a ser entonces cruenta realidad cotidiana.
Se equivocaron quienes mandan en las fuerzas armadas al someter las operaciones militares a los intereses políticos de un gobierno y un gobernante severamente cuestionados. Pagan hoy las consecuencias de ese error tanto la institución como el país entero.
Se equivocaron los altos jefes militares al volver asunto militar, al tratar de resolver a balazos un problema que demanda acciones integrales. Seducidos por el discurso de Calderón, quizás por el protagonismo que para ellos podía implicar, se prestaron a “hacer la guerra”.
Desconociendo principios básicos de los conflictos irregulares pensaron que desplegar masivamente la tropa les permitiría obtener rápidamente resultados. Convirtieron, con ese despliegue de medios y hombres, a bandas desorganizadas que rehuían el combate en ejércitos de sicarios a los que no les faltan armas, munición y recursos, y a los que no sobra escrúpulos.
Antes que actuar en el sigilo y la oscuridad, antes que el trabajo de conquista de “mentes y corazones”, optaron por la presencia masiva tan espectacular como ineficiente, y por su poder de fuego y lo pesado de su estructura se tornaron previsibles para los criminales y peligrosas para la población civil.
Una cosa es apegarse al mandato constitucional y someterse al Presidente en turno, y otra acompañarlo en sus despropósitos y embarcar a la institución —y a México— en una trágica aventura.
Que algunos ciudadanos, atenazados por la zozobra y el miedo, se compren las arengas patrióticas de Calderón es explicable. Que los propagandistas se atrevan a plantear, como único camino, la disyuntiva entre guerra o rendición frente al crimen organizado también.
Las mentiras, en tiempos de turbulencia como los que vivimos, viajan con velocidad y, gracias a la acción de los medios de comunicación y al bombardeo publicitario inclemente, terminan pareciendo verdades.
Lo que es inaceptable es que altos jefes militares, gente que conoce la realidad del país, las amenazas reales y presentes que enfrentamos, hombres entrenados para aquilatar riesgos y oportunidades, hayan caído en la trampa.
Una trampa en la cual, la primera baja colateral puede ser lo que queda en este país de democracia y también de paso de soberanía nacional. Una trampa en la que el prestigio del Ejército y la Marina se verá, también y más temprano que tarde, gravemente dañado.
Hay un pesado lastre que cargan con ellas nuestras fuerzas armadas. Los saldos de la guerra sucia, su trabajo represivo a las órdenes del régimen autoritario, ha dejado heridas que aún no cierran del todo y a las que hoy se agregan las tristemente célebres “bajas colaterales”.
Dura es la historia con gobernantes que traicionan el mandato recibido en las urnas. Más dura todavía es, sin embargo, con los ejércitos. Es más fácil —y los ejemplos abundan en América Latina— ver a un general o un almirante sentado en el banquillo de los acusados que a un político.
Los políticos, con los bolsillos llenos, van al exilio dorado; los partidos pierden elecciones y conservan prerrogativas. Los ejércitos no. El descrédito, el rechazo por parte de la población civil, significan un golpe durísimo para la moral de cuerpo, un estigma que suele durar décadas.
Los políticos, por otro lado, siempre pueden, tratándose de cuestiones militares, escurrir el golpe. Poca gente recordará que la idea de “declarar la guerra” fue del propio Calderón. Cuando la suma de fracasos —que va a seguir creciendo— se torne inaceptable buscarán, los medios, los partidos, responsables del fracaso entre los de uniforme.
Reconozco el valor de oficiales y soldados que honesta y valientemente combaten al crimen organizado. Lamento la caída en combate de muchos de ellos y condeno el secuestro y el asesinato de efectivos de la Marina y el Ejército.
Sé que, en cierta medida y estando el país como está, las fuerzas armadas son el último valladar para contener la acción del crimen organizado. Imposible e impensable pensar en un retiro inmediato de la tropa a los cuarteles.
Sé también que, sin un tren logístico policiaco-judicial, los ejércitos ni saben ni pueden procurar justicia. Caen en la tentación de las ejecuciones extrajudiciales (en combates donde no hay heridos) y solapan la acción clandestina de escuadrones de la muerte.
No se trata de rendirse ante los criminales ni de abandonar a un solo mexicano a su suerte. Se trata de que las fuerzas armadas no le hagan más el juego de la guerra a Felipe Calderón y salgan de esa emboscada político-propagandística.
Se trata de que se sienten en la mesa de diálogo, escuchen lo que las víctimas de la guerra tienen que decir y entreguen a la nación cuentas claras.
Tomado de Milenio 2011-08-19
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