Editorial de La Jornada.
El domingo pasado la oficina de Felipe Calderón Hinojosa anunció que analizaba las alternativas para
proceder legalmenteen contra de quienes signaron una demanda por crímenes de guerra, presentada el viernes ante la Corte Penal Internacional (CPI), que involucra al titular del Ejecutivo federal, a varios integrantes de su gabinete de seguridad y al presunto cabecilla del cártel del Pacífico, Joaquín El Chapo Guzmán Loera, en la comisión de crímenes de guerra, en el contexto de las disputas entre grupos de la delincuencia organizada y entre éstos y las fuerzas policiales y militares, cuyo mando supremo recae en el propio Calderón. A decir de Los Pinos, las imputaciones son
falsas y calumniosas,
absurdas,
infundadas e improcedentes,
temerariasy
dañan no sólo a personas e instituciones, sino que afectan terriblemente el buen nombre de México.
Por lo demás, el amago oficial en contra de
quienes realizan imputaciones infundadas e improcedentes en distintos foros e instancias nacionales e internacionalesocurre unos días después de que la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) estableció, en un fallo deplorable, aunque de acatamiento obligado, la virtual imposibilidad de que
personas con actividad públicatengan éxito como demandantes por difamación y calumnias. Al considerar que la libertad de expresión no debía tener cortapisas ni limitaciones en esta circunstancia, los ministros Arturo Zaldívar, Olga Sánchez Cordero, José Ramón Cossío y Jorge Pardo exculparon a la revista Letras Libres, que en una de sus ediciones acusó a este diario de complicidad con el terrorismo de la organización vasca ETA. De esa manera, el máximo tribunal del país sentó un precedente que abre la puerta para que cualquier actor social pueda formular, sin temor a consecuencias legales, toda suerte de calumnias contra terceros, así sean tan disparatadas e infundadas como el libelo publicado en la revista que dirige Enrique Krauze.
Con ese precedente, el amago gubernamental contra los autores de la demanda presentada el viernes pasado en La Haya no parece tener viabilidad alguna, no sólo porque Calderón es, evidentemente, una
persona con actividad pública, sino también porque la pretensión de atribuirle responsabilidad en crímenes de guerra y lesa humanidad, correcta o equivocada, tiene elementos constitutivos más variados y complejos que la simple maledicencia: informes, por ejemplo, de la Comisión Nacional de Derechos Humanos, de organismos internacionales humanitarios y de una abundante información institucional y periodística. Menos improbable parecería, en todo caso, que tales imputaciones llegaran a dirimirse en la CPI.
Si se analiza con atención, esta perspectiva no es obligadamente desfavorable para la administración calderonista, y hasta resulta difícil entender que el actual gobierno, que exhibe una convicción tan absoluta en la justeza, pertinencia y legalidad de su estrategia de seguridad y combate al crimen, no vea la conveniencia de desvirtuar en forma contundente y definitiva, en un proceso internacional, los múltiples señalamientos en su contra por la comisión de masivas violaciones a los derechos humanos. Por el contrario, la amenaza a los demandantes hace ver a los integrantes de la administración calderonista como temerosos de ser hallados culpables en un juicio semejante.
Por lo demás, en términos políticos y mediáticos, la contraofensiva del gobierno no pudo ser más contraproducente, porque atizó el debate público más de lo que lo hizo la propia demanda interpuesta el viernes pasado en La Haya y dio nuevo impulso a sus promotores. En cuestión de horas se duplicó el número de firmantes de la querella; muchas personas que no necesariamente estuvieron de acuerdo en su presentación manifestaron su rechazo a la pretensión gubernamental de coartar el derecho ciudadano a la libre expresión y a acudir a una instancia jurisdiccional; adicionalmente, se convocó para hoy a actos de protesta frente a la Procuraduría General de la República, en esta capital, y a un lado de la Feria Internacional del Libro, en Guadalajara.
Las rectificaciones no sólo son legítimas, sino que honran a quien las emprende. En esta situación, el gobierno federal ganaría si enmendara su reacción inicial y se desistiera de agitar sobre sus demandantes una espada de Damocles que, dadas las circunstancias, no parece tener mucho filo.